Compañeros de viaje: terapeuta y paciente
Uno de mis cuentos de curación favoritos, que se halla en El juego de los abalorios, de Hermann Hesse, trata de José y Dion, dos renombrados sanadores que vivieron en los tiempos bíblicos. Aunque ambos eran muy eficaces, trabajaban de maneras muy diferentes. El sanador más joven, José, curaba escuchando de un modo silencioso e inspirado. Los peregrinos confiaban en él. El sufrimiento y la ansiedad, una vez que penetraban en sus oídos, desaparecían como el agua sobre la arena del desierto, y los penitentes se iban alegres y aliviados. Por el contrario, Dion, el otro sanador, confrontaba de forma activa a quienes buscaban su ayuda. Adivinaba sus pecados inconfesos. Era un gran juez, castigaba, regañaba, rectificaba y sanaba a través de una intervención activa. Trataba a los penitentes como a niños y les daba consejo, los castigaba asignándoles penitencia, ordenaba peregrinaciones y matrimonios y obligaba a los enemigos a hacer las paces.
Los dos sanadores nunca se encontraron y trabajaron como rivales durante años hasta que José enfermó espiritualmente, cayó en una sombría desesperación y fue asaltado por ideas de autodestrucción. Incapaz de curarse a sí mismo con sus propios métodos terapéuticos, partió de viaje hacia el sur a buscar la ayuda de Dion.
Durante su peregrinaje, José descansó una noche en un oasis, donde trabó conversación con otro viajero. Cuando José describió el propósito y el destino de su expedición, el viajero se ofreció como guía para asistirlo en la búsqueda de Dion. Más tarde, en medio de su largo viaje juntos, el viejo hombre reveló su identidad a José. Mirabile dictu: él era Dion, el hombre que José buscaba.
Sin vacilar, Dion invitó a su rival más joven y desesperado a que entrara en su casa, donde vivieron y trabajaron juntos durante muchos años. Primero, Dion pidió a José que fuera su sirviente. Más tarde lo elevó al rango de estudiante y por último lo hizo su colega de igual jerarquía. Años después, Dion enfermó y en su lecho de muerte llamó a su joven colega para que oyera su confesión. Habló de la antigua y terrible enfermedad de José y de su viaje hacia el viejo Dion para rogar su ayuda. Habló de cómo José había sentido que era un milagro que su compañero de viaje y guía resultara ser el mismo Dion. Ahora que estaba muriendo, había llegado la hora, dijo Dion a José, de romper el silencio sobre aquel milagro. Dion confesó que en aquel momento también a él le había parecido un milagro, porque él también había caído en la desesperación. Él, al igual que José, se sentía vacío y espiritualmente muerto e incapaz de sanarse por sus propios medios, y había emprendido un viaje para buscar ayuda. La misma noche en que se habían encontrado en el oasis, iba de peregrinación hacia el famoso sanador llamado José.
las enseñanzas y el apoyo de un padre. El otro sanador recibió la ayuda que brinda el servir a otro, que a su vez brinda el amor filial y el respeto de un discípulo y el bálsamo que representa para su soledad.
Pero ahora, reconsiderando la historia, me pregunto si estos dos sanadores heridos no podrían haber sido incluso mucho más útiles el uno para el otro. Quizá desaprovecharon la oportunidad de algo más profundo, más auténtico, más poderosamente mutuo. Quizá la verdadera terapia tuvo lugar en la escena del lecho de muerte, cuando tuvieron la honestidad de
confesar que eran compañeros de viaje, ambos simplemente humanos, demasiado humanos. Los veinte años de secreto, por más útiles que hayan sido, tal vez obstruyeron e impidieron un tipo de ayuda mucho más profundo. ¿Qué habría ocurrido si la confesión de Dion en el lecho de muerte hubiese sucedido veinte años antes, si el sanador y el buscador se hubiesen unido para afrontar juntos las preguntas sin respuesta?
El eco de estas cuestiones resuena en las cartas de Rilke a un joven poeta en las que le aconseja: «Tenga paciencia con todo lo no resuelto y trate de amar las preguntas en sí mismas». Yo agregaría: «Trate de amar también a quienes las formulan»...
Irvin D. Yalom
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