El sentido de la muerte

La muerte es el hecho psicobiológico de mayor certeza e inevitable de nuestra existencia, absolutamente todo ser vivo “Nace para morir”. Hablar de ella origina un sinnúmero de reacciones negativas que van desde angustias, miedos, evasiones y negaciones del proceso de morir.

La muerte se puede contemplar desde tres niveles: biológico, psicológico y social. La muerte biológica se da en el cuerpo físico, en el colapso de las funciones vitales; la muerte psicológica sucede cuando el psicótico se queda atrapado en los límites de su autismo o la pérdida de la conciencia en la demencia senil y la muerte social se expresa en la reclusión carcelaria o psiquiátrica de la persona. Es común observar como nuestra cultura actual valora imperiosamente la juventud,  la belleza y la perfección; intentando ocultar con cirugías estéticas las huellas del paso de los años, del desgaste y  finitud del ser humano. 

A consecuencia de los cambios sociales, culturales y económicos, ocurre un fenómeno llamado “la desocialización de la muerte”, existe un temor social hacia la muerte, reaccionamos como si fuera contagiosa, alejándonos de todo lo que tenga que ver con ella, mostrando falta de solidaridad y abandono de los enfermos, de los moribundos y de los difuntos.

El proceso de construcción de ideas referidas al morir, tiene importantes raíces sociales, culturales e históricas. “Para el hombre primitivo la muerte tenía principalmente el sentido de un pasaje hacia la resurrección. Veía el extinguirse como una etapa del renacimiento, la abundancia del otoño y el declinar del invierno como un preludio al despertar de la primavera.”. Tal concepción de la muerte como un proceso universal de la naturaleza, disminuye ciertamente el temor, facilitando su integración en la vida cotidiana.

La muerte de un ser querido adquiere significaciones psicológicas tales como: la idea de ausencia (la no presencia en el campo visual, temporal y espacial) y la noción de abandono (ser dejado por otros). Estas interpretaciones se conjugan con sentimientos de angustia, destruyendo la sensación de seguridad y compañía que poseíamos.

En la década de los 70, la psiquiatra suiza Elizabeth Kubler Ross radicada en EE.UU. desarrolló estudios con enfermos terminales, abordando cerca de 20 mil casos, donde además de luchar contra los prejuicios y tabues de su época planteó su  teoría acerca de las fases por las que se atraviesa durante el proceso de la muerte o ante cualquier pérdida manifiesta:

1) Negación: Implica la no aceptación de la condición, ¡No, no puede ser!, ¡No es verdad!, ¡Se han equivocado!, ¡No soy yo!. La negación permite una tregua entre la mente y la realidad, otorgándole tiempo al individuo para adaptarse al evento  que ha irrumpido su psique de manera muy abrupta.
2) Ira: Cuando el enfermo acepta la realidad, se rebela contra ella, ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?, ¿Dios mío, qué mal he hecho?, ¿Por qué ahora?, su ira inunda todo a su alrededor; se vuelve agresivo, rebelde, difícil; todo le molesta, todo le fastidia. Esta rabia suele dirigirse hacia los más cercanos: los familiares y amigos. Detrás de la rabia está la desesperación y el desamparo; los enfermos en esta etapa necesitan expresar su rabia para librarse de ella. 
3) Negociación: Aparece una tentativa por negociar el tiempo, se intenta hacer un trato: “Si me curo iré a… o haré…”, “si viviera dos años más, prometo que…”, “permíteme, Señor, vivir hasta que…”. El enfermo busca hacer pactos con un ser superior conforme a sus creencias o con los hombres: oraciones, promesas, sacrificios. El enfermo trata de postergar lo inevitable, es el momento idóneo de resolver los asuntos pendientes.
4) Depresión: Frente a la gravedad de la situación y el destino ya señalado, el moribundo experimenta una sensación de profundo decaimiento y tiende a refugiarse en sí mismo. ¡Sí, soy yo!, ¿Qué sentido tiene la vida?. Entra en una fase de abandono y de pérdida de interés por todo lo que le rodea. Vive el dolor de la separación definitiva; no habla, no quiere comer o tomar las medicinas, llora; si por un lado desea estar solo, por otro lado la soledad lo angustia y siente la necesidad de una presencia que lo saque de su tristeza, de su miedo, de su incertidumbre existencial. En esta fase el enfermo necesita encontrarle un sentido a su vida y a su muerte.
5) Aceptación: El enfermo experimenta la muerte como la conclusión natural de la vida. “soy yo, y estoy dispuesto”, “he cumplido mi misión”. Vive momentos de tranquilidad, se mantiene callado, “en espera silenciosa”. Siente necesidad de descansar, de estar solo, preparándose para morir, mediante un proceso de evaluación mnémica que es una experiencia privada y personal.  Con la aceptación de la muerte llega la hora del desprendimiento, del desapego, el alejarse poco a poco. El paciente ha comenzado a morir, a renunciar a su vida con serenidad y armonía, en esta etapa no hay ni felicidad ni dolor, solo quietud, el enfermo solo desea el silencio para terminar sus días con un sentimiento de paz consigo mismo y con el mundo entero.

Kubler Ross manifiesta que la muerte no existe: “La muerte no es el fin, sino más bien un radiante comienzo”. Nos compele a dejar de lado nuestros miedos y enfrentar la muerte como la última experiencia por aprender, resaltando la experiencia de los enfermos que le enseñaron mucho más de lo que significa morirse, le dieron lecciones sobre el verdadero valor, lo que podrían haber hecho, lo que deberían haber hecho y lo que no hicieron hasta que fue demasiado tarde. Le enseñaron no sobre cómo morir, sino sobre cómo vivir...  
Una década más tarde Brian Waiss, psiquiatra norteamericano daba cuenta de haber accedido mediante hipnosis regresiva a recuerdos de las vidas pasadas de una de sus pacientes, los cuales eran causantes de sus síntomas de ansiedad y ataques de pánico que ellos presentaban. Según su experiencia menciona que existen planos espirituales a lo largo de nuestra existencia, siendo el plano físico uno de los básicos en nuestra evolución, es decir las vidas son oportunidades circunstanciales y singulares para aprender determinada lección. Y tener así la posibilidad de ascender a planos espirituales superiores, de lo contrario uno se quedaría estancado en el mismo nivel, hasta que logre aprender lo que tiene que aprender.

 Hablar de muerte es hablar de vida, hablar de un ¿por qué? y ¿para qué? vivir. Así lo observó Victor Frankl en un campo de concentración en Auschwitz: “Si tienes un por qué vivir, siempre encontrarás un cómo”. Donde los que conseguían sobrevivir a dicha tragedia no eran ni los más fuertes, ni los más inteligentes, sino los que tenían una razón última porque vivir: volver a encontrarse con sus seres queridos, ayudar a un compañero o contar su historia al mundo.

Llega siempre un momento en nuestra vida donde nos hacemos preguntas que no sabemos responder, preguntas como: ¿cuál es el sentido de nuestra vida?, creyendo encontrar respuestas cuando grandes. De pronto hemos crecido y en vez de respuestas, encontramos más interrogantes. Encontrar el sentido de nuestra vida no se esconde en respuestas absolutas ni universales, de cierta forma no existe un sentido categórico, sino que darle sentido a nuestra vida es una “decisión personal” que cada uno de nosotros debe asumir.

El sentido de la vida es la muerte, porque ante el misterio de la muerte, la vida recobra aún más su sentido. La vida sólo adquiere sentido en cuanto se revela como un destello de luz entre dos eternidades y la presencia de la muerte nos pone frente a la oportunidad de brillar tan intensamente por tan solo un instante, en medio de la inmensa penumbra, eso es vivir.

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